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dilluns 4 de desembre de 2006
¿Cuál es la memoria y cuál el olvido de los obispos españoles en relación con esa Guerra Civil cuyas heridas ven ahora a punto de reabrirse?

Víctima y verdugo


Santos Juliá - EL PAÍS.COM

EL PAÍS.COM

Víctima y verdugo

Santos Juliá

DOMINGO - 03-12-2006 "UNA UTILIZACIÓN de la memoria histórica’ guiada por una mentalidad selectiva abre de nuevo viejas heridas de la Guerra Civil y aviva sentimientos encontrados que parecían estar superados": así se expresa la Conferencia Episcopal en la Instrucción pastoral aprobada en su última sesión plenaria. Nada más justo, a primera vista: todas las memorias selectivas de acontecimientos traumáticos avivan sentimientos encontrados. El problema es que todas las memorias son, por definición, selectivas: no hay memoria sin olvido, memoria de lo que consuela, olvido de lo que desasosiega. ¿Cuál es la memoria y cuál el olvido de los obispos españoles en relación con esa Guerra Civil cuyas heridas ven ahora a punto de reabrirse? Por lo que se refiere a lo segundo, la cosa está bien clara. Los obispos han olvidado que fue la Iglesia católica la que elaboró, a las pocas semanas de iniciarse la guerra, el sagrado relato de la cruzada contra el invasor. Las palabras con las que se describe una guerra nunca son inocentes, y cruzada no lo fue. Significó que se combatía en nombre de Dios y que para el infiel no quedaba más destino que el exterminio. El alcance de las matanzas ocurridas en la zona bajo control de los militares que se rebelaron contra la República se debe precisamente a que desde las primeras semanas actuaron como cruzados de una guerra santa. En su administración de la memoria, la jerarquía católica ha olvidado además que, por celebrar el fin de la guerra como triunfo de la cruz y al recibir -también en la abadía de Montserrat- al caudillo de aquella guerra como salvador de la religión y de la patria, la represión sobre los vencidos se aplicó a conciencia y sin respiro. Liquidar, exterminar, erradicar, limpiar, barrer, depurar: ése fue el léxico empleado por los obispos en sus cartas pastorales. Es por completo seguro que sin ese aliento sagrado empujando sus velas, el nuevo Estado construido tras la victoria no habría podido acometer una represión tan cruel y duradera. Quizá convendría recordar a los autores de esta Instrucción pastoral que el cura delator que lleva a la muerte al protagonista de aquel memorable relato de Ramón J. Sender, Réquiem por un campesino español, no fue un personaje de ficción, sino una figura repetida cientos, miles de veces en la España de la guerra y de la inmediata posguerra. Sobre estos olvidos ha construido la jerarquía de la Iglesia católica su más reciente memoria. En los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, el Vaticano resistió las presiones procedentes del Estado católico español encaminadas a beatificar a sacerdotes y religiosos asesinados durante la Guerra Civil. En la transición, los obispos pasaron de puntillas sobre el pasado, sacudiendo el polvo de su identificación con lo que ahora denominan púdicamente "régimen político anterior". Luego, la memoria comenzó a hacer de las suyas y lo único que la jerarquía católica ha recordado ha sido a sus muertos, elevados a los altares. Cada vez que un religioso asesinado durante la guerra es beatificado, la Iglesia ejerce una memoria, como no podía ser menos, selectiva y recuerda su papel de víctima, la hecatombe que sufrió durante los primeros meses de la guerra, cuando miles de católicos fueron asesinados por el mero hecho de serlo. Haciendo buena la definición de Carl Schmitt, que veía en la Iglesia universal una complessio opositorum, la Iglesia católica española fue durante la Guerra Civil víctima y verdugo. Su memoria selectiva la lleva a olvidar lo segundo para celebrar ritualmente lo primero. Podría, si no quiere seguir desempeñando un papel principal en este peligroso juego de las memorias enfrentadas, recordar lo segundo sin olvidar lo primero. En ese caso, tendría que publicar otra Instrucción pastoral reconociendo haber bautizado como cruzada la Guerra Civil y haber impulsado, invocando a los mártires de una guerra santa, el extermino del enemigo por un Estado que se definía a sí mismo como católico. Entonces, a lo mejor, los obispos españoles -que han cerrado bajo siete llaves la memoria del Concilio Vaticano II- podrían recuperar algo de autoridad para impartir "orientaciones morales ante la situación actual de España". Mientras no lo hagan, la memoria selectiva de los demás -cada cual tiene derecho a la suya- sólo recordará que de los males que han afligido a la nación española durante los dos últimos siglos, el más terrible fue el de la represión del laicismo y de otros venenos similares ejercida por los clérigos en la Guerra Civil y en los años sin fin de aquel Estado católico que con tanta euforia emprendió los trabajos de depuración una vez la guerra terminada.

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